viernes, 19 de julio de 2013

Capítulo 1


CAPÍTULO 1
-          Debes volver, David… Debes devolverlo…
El libro se cerró de golpe y Jack Aldrich despertó de un salto. Había vuelto a quedarse  dormido, y como siempre, tuvo pesadillas.
 La cama estaba a mitad deshacer, las cosas tiradas en el suelo, y el control remoto en algún lugar del mundo mientras la televisión daba alguna serie. Jack, pese a ser un completo desastre en asuntos de limpieza, se sentía cómodo así. Era un chico de quince años, moreno y delgado, bastante alto y de ojos cafés. Su padre, Peter Aldrich, era pelirrojo y gordo, con el mismo colorido que sus dos hermanos menores, Kate y Albert, a quién llamaban Bertie.
   Por alguna foto descolorida de su madre, Jack sabía que había sido rubia, por lo que el muchacho no tenía idea a quién se parecía dentro de su desagradable familia. Además, claro, de que su padre, Peter, era el perfecto estereotipo de un inglés británico, muy puntual en los horarios y riguroso con los protocolos. Jamás ponía el codo en la mesa y se quitaba el sombrero al entrar; su casa, pese a no ser llevada por una mujer, estaba siempre en orden. Jack se sentía incómodo así, consideraba más confortable su desorden.
 Algo mareado, se sentó en la cama y miró la hora. Eran las dos de la tarde, ya había almorzado, y se había quedado dormido. Eso no tenía ningún sentido. Intentó recordar su sueño, que había sido raro.
  Había un libro, estaba abierto, y tenía algunas letras en un idioma que no conocía. Había algunos seres de aspecto siniestro. La cubierta del libro se parecía a uno del desván, que nunca se había molestado en abrir, sobre todo porque tenía un cerrojo. Había también un hombre, Jack creía recordarlo… ¿Trevor, se llamaba? No lo recordaba bien, pero lo llamaba por otro nombre, y él respondía a éste. ¿David? ¿Por qué David? No lo sabía, pero le decía cosas que ya no recordaba. Ese tipo, Trevor o como se llame, lo conocía desde hacía una vida, y parecía en aquel sueño conocerlo de siempre. Pero claro, los sueños son raros. Se tumbó en la cama, pensando en que su mejor amigo estaba de viaje, y que el calor soporífero de las vacaciones de verano le impedían salir de la casa.
Su padre abrió la puerta. Jack lo miró con desgana, y Peter Aldrich observó a su alrededor.
-          ¿Por qué no ordenas esa pocilga?
-          Después.
-          Después, más tarde…significa nunca.
-          Entonces más tarde. – replicó Jack.
-          Eres igual a tu madre.- respondió Peter. Jack tragó saliva, con un nudo en la garganta. Odiaba aquellas comparaciones.
-          ¿Por qué todo lo que hizo ella es malo, eh? ¿Por qué no existe alguna cosa de ella que valga la pena rescatar? – Peter soltó una sonora carcajada.
-          ¿Crees que te quiere mucho, mocoso?
-          No lo sé, pero… pero… pero tú me odias.
-          Dime, ¿Quién se fue de la casa, se juntó con un gallego estúpido, formó una linda familia en España y se olvidó de ti? Yo no, al menos. Yo fui quien te educó, te vistió, te alimentó y sacó adelante. Gracias a mí tienes esa suerte de vida.
-          No te quedó otra. – refutó Jack.
-          No lo entiendes, niño.
-          Entonces explícame. – dijo el muchacho.
-          No lo entenderás, tal vez nunca.
-          Pero, ¿Por qué me odias?
-          No te odio, yo no odio. Sólo no me caes bien. Y ahora, ordena tu cuarto. – dijo antes de salir, y Jack se preguntó, cabizbajo, qué lo hacía un ser tan despreciable.
Peter bajó las escaleras, donde el pequeño Bertie, de once años, jugaba a un videojuego en la salita. Kate chateaba por Messenger, y el gato dormía en una esquina. Jack, sin embargo, tenía otros planes.
 Subió al desván, y abrió la puerta de éste. Ya llevaba varias semanas soñando con el maldito libro, y estaba seguro de haberlo visto ahí. Al empujar la puerta, se encontró frente a frente a un verdadero desorden, incluso mayor al de su cuarto. Entre sillas, mesas, libros y cajas, se encontró hasta con juguetes, una casita de muñecas, una lámpara, un reloj de pared… Hace tiempo que no estaba en aquel lugar, pero recordaba haber visto el libro, aunque no se hubiera acordado de la cantidad de cosas y de la dimensión del caos.
 Apartó de sí algunas cajas, y comenzó a buscar. Entre el montón de cosas, parecía un trabajo de locos, pero se dispuso a hacerlo. Abriendo cajones, sacando libros, moviendo cosas. Si hace un año vio ese librito, no tenía que estar demasiado escondido. Lo hallaría.
 Abajo, en sala de estar, Peter Aldrich recibió una llamada.
-          ¿Aló?
-          Señor Aldrich…- dijo una voz con acento castellano.
-          ¿Sí? Diga.
-          Soy Néstor Torrealba, yo…
-          No me interesa hablar contigo. – iba a hacer el amago de cortar, pero Néstor lo interrumpió.
-          ¡Es sobre Valentine! – replicó éste. – Por favor…
-          ¿Qué carajo pasa con ella? Dímelo rápido, que no tengo tiempo para imbéciles.
-          Está enferma. Tiene un cáncer terminal, ¿sabes? Leucemia.
-          ¿Y?
-          Quiere ver a su familia.
-          Ella fue la que la destruyó.
-          Y quiere verlos… por favor, Aldrich. A sus hijos, quiere hablar con sus hijos.  
   Arriba, en el desván, Jack había dado por fin con el libro, y bajaba con éste a su pieza para forzar el candado.
  Peter miraba anonadado la pared en frente a él. Kate se le acercó.
-          ¿Qué pasa, papá?
-          ¿Les gusta viajar, niños? Iremos a Toledo.
 
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En el avión, Jack miraba por la ventanilla. Traía consigo el libro, que no había logrado abrir, por muchos intentos con alambres y llaves. Había intentado por todos los medios, pero aquel libro azul con tiras verdes seguía así, inmóvil, como burlándose de él. Y desde luego, la idea de ver a su madre lo oprimía. Kate y Bertie tenías trece y once años, respectivamente, y su padre siempre los había consentido. Ser pequeños y queridos hacía que no les afectara tanto ver una madre moribunda, aunque claro está, a todos les traumaría la imagen. Y conocer España era lo de menos, aunque Toledo le entusiasmaba. Quería ver las corridas de toro, aprender a hablar algo de español, que sabía decir tan solo “hola”, “mierda” y “por favor”. Imaginar a su o sus medios hermanos, todos hablando castellano y viviendo con su madre. Pero lo que más le angustiaba era la idea de encontrarla, de que le dijera el porqué de su abandono.
-          Es que eres despreciable.
-          No pude quererte.
-          No me importas.
-          Tenía otras prioridades.
-          Era el libro, ¿entiendes? No podía quedarme con el libro. – Jack alzó las cejas, extrañado. Esa era una respuesta rara, y no comprendió por qué se lo había imaginado. Fue como si simplemente hubiera aparecido en su cabeza.
La azafata de uniforme azul pasó con la bandeja de bebidas. Peter Aldrich dormitaba, y Bertie jugaba Tetris en la pantalla del avión, mientras Kate resolvía un Sudoku.  Jack aceptó una Coca cola, y Bertie, que estaba en el asiento contiguo, junto al pasillo, escogió una Bilz. Tomando bebida, sentado en el avión, parecía un viaje rutinario, sin proyectarse realmente lo que de verdad estaban haciendo.
 Miró por la ventanilla nuevamente. Las nubes parecían el suelo, y se veían las alas del avión Air France, sobrevolando la superficie del planeta. Al cabo de un rato, comenzó el aterrizaje.
-          Señores pasajeros, nos disponemos a aterrizar en el aeropuerto de la ciudad de Toledo. Les rogamos abrochar sus cinturones. – Jack los tenía abrochados, durante todo el corto vuelo. Luego, comenzó el dolor de oído. Una azafata pasó repartiendo dulces, y Jack aceptó. El oído parecía que le fuera a reventar, aunque el chico se aguantó. Siempre lo hacía. Una vez en tierra, se apagaron las luces de “cinturones” del techo, y la gente se puso de pie. Sacaron sus maletas de mano, y tras un rato en fila, fueron saliendo.
   Jack se sentía extraño, todo era distinto, raro. Y él vería a su madre. Su nombre era Valentine West, eso lo sabía por su tío Archie. El hermano de su madre era la única fuente directa hacia ella, pero Archivald iba a Londres pocas veces al año, y no era muy hablador, sino más bien raro. Pero supo gracias a él que Valentine había estudiado derecho y trabajaba como fiscal en el tribunal oral en lo penal. Que hacía clases de derecho civil en la Universidad de Londres, que su padre había muerto cuando ella tenía dos y Archie seis años, y su madre estaba media loca. Sabía que había estudiado en Oxford y que era una alumna destacada. Pero Jack quería saber otras cosas. Quería saber cómo reaccionaba cuando se enojaba, sus frases típicas, si era estricta, si era cariñosa. Quería saber su aroma en las mañanas, la calidez de sus sonrisas, sus consejos. Quería verla defenderlo de su padre, regalonearlo, comprarle algún capricho. Saber su vida laboral era lo de menos, él quería a una madre, y pese a que le vería en aquel instante, Jack sabía que no la tendría y que nunca la tuvo.
-          Llévame esto. – le ordenó Peter, entregándole un pesado bolso de mano, de un color verdoso con las manillas cafés. Jack se bamboleó con el peso, era demasiado delgado. Sin embargo, logró llevarlos hasta abajo, donde lo puso sobre un carrito, gracias a Dios.
El calor de España era impresionante. Jack se quitó la chaqueta y de haber podido se habría sacado la camisa. Habrían unos veintiocho grados de temperatura, casi treinta. Un hombre se acercó a preguntarles algo en español, pero nadie supo responderle, así que se marchó. Fueron a recoger las maletas, y desde luego, fue Jack quién debió llevarlas. Las subió sobre el carrito donde llevaba los bolsos de mano, y caminaron por el aeropuerto hispano hacia afuera.
-          ¿Va a venir Néstor a buscarnos? – inquirió Kate.
-          No… - respondió Peter. – Y mejor dile “señor Torrealba”.
-          ¿Y quién va a venir?
-          Nos vamos en taxi. Ese tarado nos dio la dirección.
-          ¿Por qué le dices tarado?- preguntó Bertie.
-          Para no llamarlo hijo de puta.
-          Ah.
 Un hombre bajito de bigote los esperaba con un cartel que rezaba “Peter Adich”, y Peter supuso que se trataba de él. Se subieron al taxi, y el taxista soltaba peroratas en español que ninguno entendió. Jack parecía sumido en sus pensamientos. Todo pasaba con tanta naturalidad, con tanta rapidez. Y él conocería a esa mujer, esa señora que lo abandonó. La idea, lejos de parecerle placentera, le era desagradable.
 Llegaron frente a una casita no muy grande, de un color amarillo mostaza. Tenía afuera un buzón, donde salía el número 1350, en la calle Toconce. Peter le pagó al taxista, y se bajaron.
-          Chicos, ustedes hablen con Néstor. Yo me quedo aquí afuera.
-          ¿Por qué, papá?- preguntó Bertie. Su padre negó con la cabeza.
-          Lo siento, es que… es un tarado. A mí no me gusta hablar con tarados.
-          ¿Y por qué nosotros debemos hacerlo?- Kate lo interrumpió.
-          ¿Entonces, por qué hablas con Jack?-Peter soltó una carcajada, y a Jack no le pareció gracioso que se rieran a costa suya. Sin embargo, se acercó a tocar el timbre.
Pasaron unos breves segundos. Nada.
-          Son unos irresponsables. – se quejó Peter.
-          ¿Tú no te ibas a ir?- soltó Jack, algo enfadado.
-          Yo no voy a entrar, pero no los voy a dejar abandonados en la calle. -  sin embargo, luego se abrió la puerta de la casa, y salió un hombre delgado, de piel color mate, de contextura atlética, pelo negro y ojos azules. Peter, quién siempre se quejaba de sus kilos de más y jamás hacía ejercicio, miró con su cara redonda de papada al tipo que les abría la puerta. Luego, dio media vuelta y caminó en la dirección contraria.
-          ¿Es usted el señor Torrealba?- inquirió Kate.
-          Llámame Néstor, chiquilla. En todo caso soy tu padrastro. – Peter le habría soltado unas groserías de grueso calibre si no se hubiera marchado hace unos instantes. Tal vez, como estaba a pocos pasos, lo había oído, pero no hizo ademán de haberlo hecho. Jack entró, junto a sus dos hermanos.
 El hall era angosto, con un cuadro en la entrada de tres niños, sobre un mueble. Jack se quedó mirándolos, probablemente sus medios hermanos, con una sonrisa de oreja a oreja, los tres con una familia. No tendría el mayor más de ocho años en la foto.
-          ¿Vamos?- inquirió Néstor. Jack asintió, y los tres chicos junto al hombre siguieron hasta el living. Jack se habría fijado en el tapiz rojo de los sillones, en el empapelado amarillo de las paredes y de las estatuillas religiosas, sobre todo en la Virgen; a Jack siempre le llamaba la atención esa adoración de los católicos por un ser no divino. ¿Su madre no era anglicana, entonces?, habría pensado. Pero ninguno de esos pensamientos pasó por la mente de Jack, él solo tenía ojos para la mujer en frente suyo.
 Valentine West era una mujer menuda, delgada y de cabello rubio largo y liso. Tenía las facciones bonitas, pero su rostro parecía cansado. Estaba sentada, en un sillón, envuelta en un chal. Si no hubiera estado tan demacrada, hubiera sido elegante y atractiva, sin duda. Pero esa mirada seguía pareciendo señorial, y Jack dudó de que hubiera sido más tierna que Peter Aldrich.
-          ¿Katherine?- preguntó ella, al ver a Kate. Luego, miró a Bertie. - ¿Albert? – ambos asintieron, y Jack miró con asombro cómo ella los abrazaba, con lágrimas en los ojos.
-          ¿Mamá?- preguntó Bertie. - ¿Qué pasó? ¿Por qué nos dejaste?
-          Lo siento… lo siento tanto… - a Jack le parecía una broma. Claro que Peter siempre lo había odiado, pero él esperaba cualquier cosa de su madre, menos eso. Era ridículo.
-          ¿Señora Torrealba?
-          Soy West. – respondió ella. – No perdí mi apellido.
-          Como sea. ¿Me largo? Mi padre me está esperando afuera. – se sentía estafado, pero no perdería de ningún modo su dignidad.
-          No, Jack… a ti te quería hablar al final.
-          ¿Por qué? ¿Soy diferente a tus otros hijos?- Valentine soltó un bufido de exasperación.
-          Tú no eres mi hijo. – el chico sintió las tripas de plomo y un nudo en la garganta. Jack no contestó, sólo esperó a que ella siguiera, y al ver que el muchacho callaba, Valentine siguió. – Bueno, yo creí que Peter te lo habría dicho.
-          ¿Decirme qué?                                                                                                       
-          Ninguno tenía previsto adoptar un hijo. – hubo un momento de un incómodo silencio, y Valentine lo notó por su expresión.
-          ¿No sabías que…?
-          No.- respondió Jack, con sequedad. Quería llorar, ahí mismo. Frente a todos esos colorines y rubiecitos, todos diferentes a él.
-          Lo siento… es que llegaste, tan sólo. Nos dijeron que era importante, ni siquiera hoy lo comprendo.
-          ¿Quiénes? ¿Mis padres?
-          No. Según comprendí, están muertos. Estoy hablando de un conocido nuestro, que trabaja para el Servicio de Inteligencia.
-          ¿Qué tiene que ver el Servicio de Inteligencia conmigo?
-          No lo sé… al parecer, era algo secreto. Nos obligaron a quedarnos contigo.
-          Por eso me odian.
-          Fuiste un estorbo, Jack.
-          ¿Me llamo realmente Jack, entonces?
-          Me dijeron que te llamabas David, pero era más bonito Jack. Y nos entregaron un libro, un libro de tapa azul, creo. Está por ahí en el desván. – Jack no contestó. Tenía la mente fija en su pesadilla, donde ese tipo llamado Trevor, o Travers… ¡Eso! Se llamaba Travers, le decía que tenía que devolver el libro, y lo llamaba David…. Su sueño era real, todo había sido real, ¿o no? Tal vez algunas cosas ficticias, pero el libro existía y su nombre era David.
-          ¿Qué más?
-          Me dijeron… que te dijeran que mi abuelo era Joseph Eastman.
-          ¿Quién es ese?
-          Mi abuelo… no sé si tiene un significado para ti.
-          En absoluto.- respondió Jack. Estaba dolido, su familia, que lo había querido realmente, estaba muerta, y sus odiados padres adoptivos lo aborrecían. Ambos.
-          Lo siento.
-          Yo más. – respondió Jack.
Debía abrir ese libro, y encontrar a su familia. No le veía ningún sentido al nombre de  Joseph Eastman, pero hablaría con Peter.
Se tropezó en el hall con un niño de unos trece años, una versión crecida del rubio de la foto.
-          ¡Aprende a caminar!- le espetó el niño.
-          Púdrete. – replicó Jack. Salió hacia afuera, donde Peter lo miraba inexpresivo.
-          ¿Qué tal?- inquirió.
-          Una vieja arpía.
-          Te lo dije.
-          Tú no te quedas atrás. Pero gracias.
-          ¿Por?
-          Por no abandonarme, pese a que no sea tu hijo.
-          No te pongas sentimental, niño. Es mi deber cívico, no te voy a arrojar a la calle.
-          Entonces, realmente no te quedó otra.
-          No, no me quedó otra.